Sofía llegó a la casa de la familia García casi en silencio, hace 5 años como quien no quiere molestar. Necesitaban ayuda en el hogar y ella aceptó agradecida el trabajo, porque solo cobraba una ayuda 480 euros, sin imaginar que Dios la estaba conduciendo a un lugar donde su corazón, herido y cansado, comenzaría a sanar.
Poco a poco fue conociendo a cada miembro de la
familia: sus rutinas sencillas, sus risas espontáneas y, sobre todo, la fe
discreta con la que vivían el día a día.
En su fuero interno, Sofía deseaba pertenecer a
aquella familia. No solo por el calor del hogar, sino porque en esa casa se
respiraba algo distinto: una manera de amarse que recordaba algo que tenía como
olvidado.
Sofía era una mujer reservada y algo
desconfiada. Tras un divorcio doloroso y la ausencia de hijos, había levantado
muros alrededor de su corazón. Decía tener amigos y familia, pero en las noches
la soledad se hacía más fuerte y en Navidad más. Había aprendido a no esperar
demasiado de nadie, como si así pudiera evitar el sufrimiento.
Su forma de pensar, siempre marcada por el
temor a ser rechazada, no era falta de respeto, sino el miedo de quien ha amado
y ha sido herido, a veces pareciera entrometida, metiche se podría decir que
estaba algo alejada de Dios a pesar de ir a la Iglesia.
Aun así, la familia García contaba con ella,
porque veían en Sofía a una persona valiosa, creada y amada por Dios.
Pero la familia García no la miró con los ojos
del juicio, sino con los ojos de Cristo. La acogieron tal como era, con sus
silencios y sus defensas, y sus comentarios, recordando aquellas palabras del
Señor: “Fui forastero y me acogisteis”.
Cada año, cuando se acercaba la Navidad, Sofía
se llenaba de inquietud. Anhelaba celebrar con ellos el nacimiento de Jesús,
porque sabía que allí no habría críticas ni apariencias, solo un amor sencillo
y verdadero. Sin atreverse a pedirlo directamente, inventaba pequeñas tretas
llenas de humor.
Un año apareció en la puerta con un pastel de
manzana y un ramo de flores:
—Creo que me he equivocado … pensé que aquí era
el cumpleaños de Andrea —dijo sonriendo
nerviosa.
La familia García rió con alegría:
—Te has equivocado, Sofía. El cumple de Andrea
es dentro de 3 días, pero aquí siempre celebramos la vida. Entra, esta también
es tu casa.
Otro año tocó a la puerta de doña María:
—¿Puedo tomar un vaso de agua? Me dio fatiga en
la tienda y como estaba cerca...
Doña María respondió con ternura:
—Ven, hija. Donde hay pan y amor, siempre hay
lugar para uno más.
Todas las Nochebuenas llegaron, y Sofía las
pasó con la familia, la casa se llenaba de villancicos, oraciones y aromas que
hablaban de hogar.
Antes de la cena, la familia se reunió frente
al belén. Allí estaba el Niño Jesús, pequeño y humilde, recordándoles que Dios
eligió nacer pobre para que nadie se sintiera excluido de su amor.
Y en la
última Navidad Doña María tomó la palabra:
—La Navidad nos recuerda que Dios se hizo
hombre por amor, para acercarse a cada corazón, especialmente a los que se
sienten solos. Jesús nació para darnos una familia más grande: la de los hijos
de Dios. Y por eso hoy damos gracias, porque Sofía es parte de la nuestra.
Sofía no pudo contener las lágrimas. En aquel
hogar comprendió que la Navidad no es solo una fecha ni una mesa llena, sino la
certeza de que Dios sigue naciendo cuando abrimos el corazón al otro. Sintió
que el Niño Jesús también había nacido dentro de ella, trayéndole paz, consuelo
y una nueva esperanza.
Esa noche, Sofía entendió que no estaba sola.
Que Dios nunca la había abandonado. Y que, así como María y José acogieron al
Niño en la humildad, ella también había sido acogida en una familia que vivía
el amor cristiano con hechos.
Por primera vez en muchos años, Sofía creyó de
verdad que era hija de Dios… y que eso bastaba para sentirse en casa.
Este año desde Noviembre lleva organizando los
preparativos de la Navidad. Va a traer croquetas y es quien abrirá la puerta a
quienes vengan a la fiesta de Navidad de la familia García.
María Santana
