DIARIO DE UN CURA:
Llevo unos días confinado. Primero, voluntariamente. Después, porque así
me los han recomendado. Ningún tiempo está perdido. Siempre se gana. Me está sirviendo para llenar algunos vacíos. He tenido tiempo para escuchar a Rozalén, algún tema de Athenas y otros músicos que se han
encargado de poner en reposo los
sentimientos y momentos convulsos.
La
semana santa, este año para mí tan doblemente especial, necesitaba un tiempo
extra, con horas libres y me lo regaló
el asma y el médico y el covid. Y mi sobrina Irene con la canción Qué bonito que en estos días ha sonado
mucho en mi ordenador.
Hace
mucho, cuando yo tendría apenas doce años, dos hermanas mías, Pino y Rosa, iniciaron una
aventura que costó muchas ilusiones y no pocas lágrimas. Dejar la Isla y
marchar a una tierra entonces tan
lejana, a la Península, era algo difícil
de entender. Mi madre y algunos más de
la familia estábamos al pie de aquel barco inmenso, alto, o eso me parecía a mí, que empezaba a alejarse lentamente del muelle
de La Luz. En los altavoces sonaba la canción de María Mérida: “Adios,
Canaria querida, me voy a tierras extrañas…”. Y, desde el barco, inconsolables, estaban mis
hermanas despidiéndose. Como si nunca más fueran a reencontrarse con su madre y
sus hermanos. Abajo, en el muelle, quedaba la soledad y las lágrimas de los que
veíamos alejarse, parsimoniosamente, a las dos jóvenes hermanas
que no volveríamos a ver hasta muchos años más tarde.
Pasó
mucho tiempo. La comunicación por carta era al principio la única forma posible de acortar la
distancia. El teléfono era demasiado caro para nosotros. Pero Pino aprovechaba cualquier cabina de Madrid
estropeada, en el barrio que fuera, para poder conectarse con nosotros, sus
hermanos.
Y
cuando formó su hogar, al lado mismo de la Clínica de la Paz, en la calle San
Modesto, allí encontramos refugio y
acogida cada vez que, por la razón que fuera, había que ir a Madrid. Pino, como
su marido y sus hijos, abrieron la puerta de su casa a mucha gente de Ingenio. Nunca
una casa tan abierta. Nunca la palabra hospitalidad tuvo tanto sentido.
En esta
semana santa, Pino, que hace unos años regresó otra vez a su tierra canaria, sin perder el
acento ni el cariño, nos convocó a todos y se despidió. Era viernes santo. Un
día para celebrar a los que saben de cruces, sacrificios y solidaridad. Tenía que ser un viernes santo.
Y por
cierto, qué gran consuelo que, en momentos de muerte o de enfermedad, se pueda
sentir la cercanía de la gente que te aprecia, de la que no pensabas que te
quisiera tanto y de la que en cualquier momento, por ejemplo en la habitación
del hospital, está dispuesta a ponerse en tu lugar y acompañar a tu madre.
Lo he escuchado
muchas veces en estos días: ¿Necesitas algo? Te puedo ayudar? ¿Te hago algún mandado?
Puedes contar conmigo, llámame a la hora que sea, cuenta con mi oración, me lo
dices que yo lo hago…
Las
mismas frases que escuché muchas veces a Pino. Y
el barco de nuevo se fue alejando hasta perderse en el horizonte con aquella
canción: Adios Canaria querida, me voy a
tierras extrañas/ Suceda lo que
suceda, de mi querer no se apartan: en mi corazón va escrito este nombre Gran
Canaria.
Y aquí,
en tierra, musitábamos, silenciosos:
Qué bonito sería poder volar
Y a tu lado ponerme yo a cantar
Como siempre lo hacíamos las dos
Que mi cuerpo no para de notar
Que tu alma conmigo siempre está
Y que nunca de mi se apartará.