DIARIO DE UN CURA
DESDE LA VENTANA DE MI CASA
Quince días he estado
mirando la vida desde una ventana. He visto pasar a la gente, aparcar coches,
me han tocado en el cristal, he sentido entrar el viento. No ha entrado nadie
en la casa. Tampoco yo he podido salir. Begoña traía el café y los periódicos cada mañana: los
primeros respiros del día.
Fefi, Loly, Juana Fefa
y otros se acercaban a recoger la llave
de la iglesia o a dejar algunos sobres o hacer un comentario ligero sobre el
día. Era como un contacto con toda la parroquia.
Con algunas personas
rezaba cada día a través del teléfono y poníamos la vida de los amigos, de la
familia y de las parroquias delante del
Señor. Pensaba en los que han tenido o
están teniendo peor suerte, más incomunicados o más olvidados o más doloridos.
Tenía
otras ventanas abiertas gracias a Internet, pero esta es la más viva, la más
real. Veía a la gente como es. Entraba calor cuando hacía calor y frío cuando
hacía frío. Las sonrisas eran de verdad y las palabras, poquitas pero
suficientes.
La misa
de cada día, menos los lunes, en una parroquia u otra. Veía a los que leían, a
los que comulgaban, a los que subían y bajaban de la sacristía. No tuve
sensación de estar confinado. Ni mucho menos. Tuve la sensación de ser una
persona de mucha suerte que cada día, por cualquiera de las ventanas, me ponía
en contacto con mucha mucha gente.
Todas las
mañanas me llamaba una doctora que me hacía el seguimiento. Teníamos una
conversación ligera en la que casi siempre le dije que me encontraba bien y agradecía
sus consejos. Me dijo que se llamaba
Concepción Matoso y que era creyente y que le alegraba saber que yo era
cura. Escuché canciones y algunas
confidencias telefónicas. A veces me costaba hablar por teléfono y prefería
siempre los mensajes.
Ahora,
recién acabado el confinamiento, la nevera la tengo llena. Imposible comerse
todo lo que iba llegando. El corazón también quedó lleno.
Fui escribiendo notas cada día para saber el proceso. La temperatura
corporal, y la saturación cada mañana y
cada tarde. O los consejos médicos del día o alguna anécdota. Por último, ya
resultaba aburrido no tener fiebre y
saturar 97 o 98 cada día. Desde el viernes abandoné mi pequeño diario. Todos
los días empezaron a ser iguales.
Los
compañeros curas fueron curas y fueron compañeros. Siempre disponibles. También
los que venían a celebrar la eucaristía.
Desde
lejos notaba la buena colaboración de la gente de la comunidad. Las parroquias
marchan mejor sin cura. La gente sabe que hay cosas que hacer y que la
parroquia ahora es más suya. Hubo unión, participación y buen rollo. Y eso me daba mucha satisfacción. En toda
familia hace falta que el padre o la madre se ponga malo para comprobar que los
hijos son hermanos. Sabía que tenía muchos sobrinos y ahora me he dado cuenta que
tengo el doble.
He
seguido la liturgia de cada día. He
escuchado, gracias a la transmisión de la eucaristía, la homilía del compañero
de turno. Y hoy mismo, leyendo lo que san Pablo dice a los cristianos de
Corinto, me puse a copiarle. A veces no quedamos con algo meramente anecdótico
de Pablo, por alguna frase desacertada que escribió. Pero Pablo fue un hombre
de fe, entusiasta, luchador, trabajador, entregado al servicio del evangelio,
valiente, perseguidor y perseguido, sincero, inteligente, lleno de Espíritu… a
veces soberbio, a veces humilde.
También yo me presenté a ustedes débil y temblando de
miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino
en la manifestación y el poder del Espíritu, para que nuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres,
sino en el poder de Dios.
Eso quisiera ser.
Me gustaría seguir mirando por la
ventana para que nunca pierda el contacto con nadie: con la chica que pasea su perro delante de mi
casa, el joven que riega el jardín o refresca la plaza cada mañana, los amigos
que se sientan en el banco cerca de la sacristía, los señores que dialogan en la puerta de la iglesia… A través de cada
uno me llega el Espíritu de Dios.
A lo mejor la palabra del evangelio de hoy me repite
lo que Jesús decía y dice: Que ustedes y yo somos la sal de la tierra. Que
tenemos que darle buen gusto a la comida de la vida. El buen gusto es llevarnos
bien sin dar importancia a tonterías. Es mantener el buen humor y la alegría.
Mandarnos chistes y memes, reírnos, animarnos, felicitarnos y tener siempre la
ventana abierta, sin rejas, para que, quien quiera, coja la llave y descubra
que aquí dentro hay una comunidad de gente normal, que quiere ser buena y que a
veces mete la pata. Y que no le gustan los cristianos raros, ni los que ven
pecado por todos lados, ni andan todo el día con rezos, novenas, triduos y
devociones extrañas porque nos podemos
cargar el Espíritu de Dios. Y el Espíritu está por fuera de la ventana y por
fuera de la iglesia. Los virus pueden estar dentro.