EL VALOR DE LO SENCILLO

En estas fechas, entre luces y regalos, me descubro pensando en lo que realmente permanece. No son los adornos ni las compras apresuradas, sino los momentos pequeños: una conversación tranquila, una risa compartida, el abrazo que llega sin pedirlo.

La Navidad me recuerda que la vida no necesita grandes espectáculos para ser significativa. A veces basta con mirar a los ojos de quienes queremos y sentir que, pese a las dificultades, seguimos caminando juntos. Esa certeza es más valiosa que cualquier obsequio.

Quizás el mejor regalo que podemos dar es nuestra presencia auténtica. Estar ahí, con calma, con respeto, con cariño. Porque lo sencillo, cuando es verdadero, se convierte en lo más grande.

He aprendido que no siempre podemos controlar lo que ocurre a nuestro alrededor, pero sí la manera en que respondemos. La calma no es pasividad, es una decisión consciente de no dejar que la rabia o el miedo nos gobiernen. En la convivencia, especialmente en los momentos difíciles, la serenidad abre puertas que el conflicto cierra. Es un recordatorio de que la paz empieza en uno mismo.

La calma es un regalo silencioso que transforma las relaciones y nos devuelve la claridad para seguir adelante.

 EL TIEMPO COMO TESORO

El tiempo es el recurso más valioso que tenemos, y sin embargo, el más fácil de perder.

RECUERDOS QUE ILUMINAN LA NAVIDAD

Ahora, más que nunca, me acuerdo de mis hijos, dos preciosos angelitos a quienes quiero y admiro profundamente. Para ellos, la Navidad es ilusión, creatividad, amor, empatía, diversión y colorido. Mientras la vida avanza y ellos crecen, yo regreso a mis propios recuerdos de infancia.

Recuerdo cuando era pequeño y esperaba con ansias la llegada de las fiestas. La emoción de estar en familia, los largos paseos por la avenida para ver las luces navideñas, los mercadillos llenos de alegría en cada caseta, y ese olor inconfundible de chocolate caliente y churros que parecía envolverlo todo. Eran días de magia, de sueños, de mirar escaparates imaginando qué pedir para la noche de Reyes.

 La noche del 24 ocupa un lugar especial en mi memoria: las celebraciones en casa de mi tía, donde la Navidad y el fin de año se vivían con ternura y unión.

Siempre estaré agradecido por su generosidad y por esa familia cálida que nos acogió sin pedir nada a cambio, tratándonos como si fuéramos parte de ellos. Cada visita era señal de fiesta, amor y ternura, sin importar apellidos ni formalidades.

 Hoy, al ver a mis hijos vivir su propia ilusión, me doy cuenta de que esos momentos siguen vivos en mí, grabados a fuego en la piel. La Navidad no es solo un tiempo de luces y regalos, es un puente entre generaciones, un recordatorio de que la verdadera riqueza está en los pequeños instantes compartidos.

ENTRE LUCES Y SILENCIOS