DIARIO DE UN CURA
DIÁCONO
No imaginaba yo que, 49 años después de aquel día, me encontrara de nuevo en el mismo lugar, pero ahora siendo el párroco. Fue el 1 de agosto de 1970. Desde hacía meses colaboraba en las parroquias de  Ojos de Garza y Melenara con el sacerdote amigo Felipe Bermúdez. Él fue un excelente maestro. Juntos íbamos dando pasos para crecer en la fe, en la disponibilidad, la gratuidad, la atención a los demás, la oración, la reflexión y la escucha. El ejemplo de Felipe y el contacto con la gente de las dos parroquias me ayudó mucho.
Y ya entonces el obispo Infantes Florido consideró que podía ordenarme de diácono, un paso previo a ser sacerdote.
Me preguntó:
-¿Dónde quieres que te ordene, en la catedral?
-Si es posible –le respondí-  me gustaría que fuera  en Ingenio. Además, le dije tímidamente, ya que desde ese día puedo presidir el sacramento del matrimonio, nos hace mucha ilusión que pueda  casar a mis hermanos. A Mario con Paqui y a Rogelio con Susi.
Y dijo que sí.
Yo había leído y reflexionado  mucho lo que significa ser diácono. No, no era un paso fácil de dar:
“Un diácono es un servidor de la comunidad. Por eso se instituyó el diaconado: para que algunas personas en la comunidad fueran  servidores de los más pobres: los enfermos, las viudas  y quienes necesitaran de él.  «Porque el Hijo del Hombre, dice el evangelio,  no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» ( Mc 10, 45).
La carta de san Pablo a Timoteo  dice además que “los diáconos deben ser dignos, sin doblez, que guarden el Misterio de la fe con una conciencia pura”.
 Contando con la fuerza de Dios, la familia  y de la gente que me rodeaba, me atreví a dar el el paso. Y recibi el orden sacramental.
Ha pasado el tiempo.  Y aunque año y medio después me ordené de sacerdote también en Ingenio, me gustaría seguir siendo diácono.
Y me gustaría que nuestras comunidades estuvieran llenas de “diáconos” aunque no hayan recibido la ordenación. De hecho hay entre nosotros muchos diáconos y diaconisas, sin nombramiento, que visitan y animan a los enfermos, que atienden a los más pobres, que se ejercitan en pequeñas tareas: pasar la cesta en la misa, abrir y cerrar las puertas de la iglesia, animar los cantos o facilitar que el pueblo cante, preparar las procesiones, dar catequesis, acoger a quienes visitan el templo  y otros muchos actos.  Todas esas tareas son propias del diaconado.
Aunque  a mí me encargaran la tarea de servir a los demás en una eucaristía solemne y me autorizaran a dar la comunión, a bautizar o casar, hemos de ser nosotros, todos, los que estemos dispuestos a responder a la llamada de Dios. Porque yo, diácono y cura, puedo decir que hay otros y otras que han servido y sirven a los demás  más y mejor que yo.
Llegará algún día, no muy lejano,  en el que algunos de los cristianos que participan en nuestras celebraciones puedan también ser nombrados diáconos o diaconisas como yo lo fui en su momento. Ojalá.
         Por ahora, una sola actitud que pido a Dios para mí y para ustedes: Que tengamos deseos de servir a los demás gratuitamente. Gratuitamente es no cobrar nada y mucho más.  
Servir gratuitamente  es también no querer hacer las cosas para lucirme, ni para ser el protagonista, ni para que me tengan en cuenta, ni para que me alaben, ni para salir en la foto.
Diácono es eso. Servir. Servir gratuitamente, a cambio de nada. Para eso hay que ejercitarse mucho.
         En el día que me ordené de diácono también una monja, María Jesús Romero, de Ingenio, renovó sus votos. Fue un gesto bonito. También hoy podemos renovar nuestros compromisos con la comunidad. Que nada nos haga para atrás. Ser diácono no es un camino de rosas. Como no lo es ser padre, ni ser hermano. Tenemos que aprender a vivir en medio de dificultades. Ahí es donde se nota nuestra actitud de servicio. Si no somos capaces de aguantar una mala cara, una respuesta impropia, una humillación, es que todavía estamos muy verdes en la actitud de servicio.
Hoy me alegro de recordar y renovar mi compromiso de servir. Soy diácono desde hace 49 años. Pero sigo aprendiendo, sigo intentando crecer. Y a veces no resulta  fácil. Lo que me falta, lo que aún no he aprendido del todo, lo pone el Señor y lo ponen ustedes. Menos mal.